Donald Trump: Una amenaza global

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Estas palabras pertenecen a un ensayo reciente de Margaret MacMillan, una de las principales autoridades mundiales en historia de las relaciones internacionales. MacMillan nos advierte de que las mayores conflagraciones entre países surgen en ocasiones como fruto de tropiezos, negligencias, excesos retóricos e interpretaciones erróneas. Prepararse para lo peor puede agudizar las tensiones y derivar precisamente en lo que se pretende evitar, pero hacer oídos sordos a las señales de alarma puede conducir al mismo final dramático. El arte de la política internacional radica a menudo en hallar el punto justo entre ambos extremos. Es ahí donde los grandes estadistas se distinguen de los peligrosamente mediocres.

Sentado tras el imponente escritorio Resolute en el Despacho Oval, el presidente Trump tiene inquietudes mucho más inmediatas. Su mirada se encuentra fija sobre su ombligo. Sus hombros son inmunes al peso de la historia. Sus manos envuelven el teléfono móvil desde el que se dispone a lanzar su próximo tuit incendiario. Y, mientras tanto, todavía se oyen los ecos de aquellos ingenuos vaticinios que pronto cumplirán cuatro años: “Se moderará cuando llegue a la Casa Blanca”, “dejará atrás la retórica divisiva”, “terminará adoptando un comportamiento presidencial”. Nada más lejos de la realidad.

Trump ha abrazado el “nacionalismo económico” patrocinado por Peter Navarro, uno de sus principales asesores. La mayor obsesión de su Administración ha sido eliminar el déficit comercial estado­unidense y la cuantiosa deuda nacional. El fracaso de la empresa ha sido absoluto: tanto el déficit como la deuda de Estados Unidos han aumentado desde 2016, y las perspectivas para el cierre de este turbulento año 2020 son todavía peores.

La “guerra comercial” que inició Estados Unidos ha hecho poco por reducir el déficit con China en intercambio de bienes, que es el dato concreto que más irrita a Trump. En vez de repatriar cadenas de valor que pasaban por el gigante asiático, generalmente los aranceles no han logrado más que desplazarlas hacia otros países con bajos costes de producción.

En 2018, el presidente nombró como asesor de seguridad nacional a John Bolton, antiguo embajador estadounidense en Naciones Unidas, que una vez proclamó que a las oficinas de la ONU en Nueva York les sobraban 10 plantas. Bolton dio el empujón definitivo para que Estados Unidos abandonase el acuerdo con Irán, ignorando una resolución unánime del Consejo de Seguridad, y explotando la hegemonía del dólar para imponer abusivas sanciones secundarias a terceros países por cumplir con dicha resolución. También fue Bolton uno de los instigadores de la retirada estadounidense del Consejo de Derechos Humanos de la ONU. La trayectoria del exembajador en la Administración de Trump fue turbulenta y relativamente breve. Sus tendencias eran incluso demasiado extremistas para el gusto del presidente.

La imagen que proyecta está manchando el prestigio de Estados Unidos en su conjunto. Mucho de ello tiene que ver con su elección en sí, interpretada como un síntoma de las hondas fracturas sociales que atraviesan el país. Pero Trump es a la vez consecuencia y causa. Su voluntad de moldear el Gobierno a su imagen y semejanza —que no ha sufrido solo el Departamento de Estado, sino también otros como el de Justicia— ha dañado la reputación del modelo institucional del país

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